Con High Violet, el nuevo disco de The National, me pasa algo que cada año suele repetirse con ciertos grupos y ciertos discos: me siento mal por no compartir el alboroto que provocan, me da la sensación de que me he vuelto un gruñón y de que no le estoy sacando todo el jugo necesario, vete a saber por qué razón, a discos que han conseguido poner de acuerdo a oyentes y críticos de lo más dispar.
En este caso, no es culpa de las expectativas: siempre he visto en The National un grupo muy notable, pero también uno que difícilmente iba a sacar un disco impoluto, perfecto. De hecho, parte de su encanto está en ver cómo superan lo que yo considero sus limitaciones: esa tendencia a colocar canciones muy grandes junto a otras más pasables; esas escapadas épicas que a veces se les iban de madre; esa sensación de que, pese a que deseábamos que crecieran, quizás ellos ya habían llegado a lo más alto de su carrera.
A la hora de juzgarles, además, me pasa que sus discos suelen crecer en mí a medida que pasa el tiempo.
Boxer, por ejemplo, me parece ahora su mejor álbum, el que mejor les define, defectos y caminos cortados incluidos.
Empezamos a grabar el álbum, con la intención de que de ahí surgiera un divertido disco de pop.
Teníamos la palabra FELICIDAD escrita en la pared. Desistimos de esa dirección inmediatamente”.
Estas palabras de Matt Berninger son un aviso para navegantes: difícilmente quienes no disfrutaron con anteriores trabajos de la banda como Alligator (2005) o Boxer (2007) podrán hacerlo ahora con High violet, puesto que la continuidad es uno de sus rasgos más sobresalientes.
La pátina melodramática del protagonista vagando por solitarias calles de barrios neoyorquinos que se imprimía en aquellas obras queda de nuevo patente desde el comienzo -significativo con Terrible love, translúcido en Sorrow-.
El disco circula sobre terrenos conocidos, con algún cambio de ritmo menos habitual en la banda -como en Anyone’s ghost o en Afraid of anyone- que tan bien sabe aportar Bryan Devendorf, seguramente uno de los mejores baterías de la actual escena internacional.
En este álbum, frente a los anteriormente citados, es él, y no tanto la voz de Matt Berninger, quien pone el énfasis apropiado a cada una de las canciones.
Con todo, la banda guarda sus mejores bazas para el final, terminando de perderse definitivamente en pensamientos paranoicos con Conversation 16 o hilvanando himnos cuasi funerarios como Vanderlyle Crybaby Geeks.
No es un disco para todos los momentos, ni siquiera una obra maestra, pero sí un paso sólido en la carrera de una de las bandas más consistentes de la última década.